viernes, 25 de abril de 2008

CAPÍTULO PRIMERO: CARNAVALES (1)

No recuerdo el nombre de aquella cervecería del barrio de Salamanca, ubicada en la calle Príncipe de Vergara casi esquina con Diego de León, en pleno centro de Madrid. El negocio debió quebrar hace mucho tiempo, por lo menos diez años, pues fue hace diez años más o menos cuando intentando un día acercarme a saludar al barman, un tal Ernesto, un profesional de la barra de primera clase, comprobé con desagrado que ya no existía la cervecería en cuestión. En su lugar habían abierto una juguetería especializada en todo tipo de maquetas de barcos y aviones.

Tampoco creo que alguien recuerde hoy en día el nombre de aquel local que se mantuvo abierto escasamente dos años y que solo conocíamos unos cuantos, un público selecto de degustadores de cerveza, pues la variedad y calidad de la cerveza que daban allí era extraordinaria. Aparte de la de barril, exquisita, cervezas españolas de botellín las tenían todas, de las marcas alemanas y holandesas pocas eran las que faltaban y, por haber, había marcas hasta de Portugal y Grecia, países que tradicionalmente fabrican una cerveza más bien pésima. Cuando alguien pedía una marca que no tenían, hecho insólito y seguramente malintencionado, el que mandaba allí, el barman, Ernesto, un curioso personaje de unos cincuenta años, pelo blanco, delgado de cuerpo, uno de esos de los que saben llevar la chaquetilla con elegancia suma, Ernesto un tipo afable y educado donde los haya, siempre en su sitio, entonces, cuando este hecho lamentable ocurría digo, sentíase cogido en falta y tan avergonzado del fallo cometido que enrojecía hasta las orejas y luego, al decir "Señor, lo siento, esa marca no la trabajamos", notábasele la voz quebrada por la emoción de la culpa. Y al cabo de unos días, la marca de marras aparecía incluida en el repertorio ofrecido por el establecimiento.

Por aquel entonces (comienzos de los años ochenta, época en la que sucedió lo que me dispongo a relatar), no pasaban dos días seguidos sin que me diera una vuelta por allí a última hora, generalmente después de cenar y con la sana intención de mantener agradable conversación con alguno de los parroquianos habituales del local. No era difícil hacer amigos al poco tiempo de aparecer por allí, unas amistades más bien vanales, claro está, pues no podía esperarse más de ese tipo de relaciones que pasar un rato agradable. Y nadie lo esperaba ni nadie lo pedía.

El negocio permanecía cerrado durante toda la mañana y sólo se abría pasadas las siete de la tarde, justo a esa hora en que la enorme tribu de gente talluda soltera, separada o divorciada sale del trabajo planteándose el terrible dilema de qué hacer hasta la hora de recogerse en el hogar, unos hogares que se sienten vacíos, plenos de soledad, en donde falta el elemento opuesto y complementario del hombre o de la mujer. Falta la pareja, quizás porque nunca hubo la tal pareja, o quizás también porque sí la hubo un día y luego no pudo ser y ya no la hubo más. Solteros, separados y divorciados, ese era el tipo de gente que iba por allí. Y esta gente no pide mucho, nada más que un poco de conversación y un poco de calor humano.

Solía pasarme por la cervecería a eso de las once de la noche y permanecía acodado en la barra un par de horas (a veces algo más), hasta que me retiraba a la vecina casa de mi madre donde estaba recogido desde mi separación de María, de María mi mujer. En ocasiones, sin embargo, cuando la conversación se animaba o la compañía era interesante, entonces digo, me estaba allí en la barra hasta altas horas de la noche paladeando buena cerveza o disfrutando de un rico manhatan. El trasnochar lo lamentaba luego, al día siguiente, cuando en la oficina había de luchar contra el sueño que me vencía sin remedio.

He dicho que María y yo nos habíamos separado y, para ser exactos, en honor a la verdad, había sido ella la que se había separado de mí y no yo de ella. Conoció a alguien y se enamoró de ese alguien al que nunca conocí yo. O se creyó enamorada. Y el caso inexplicable para mí aún hoy, es que el que tuvo que irse de casa fui yo. Así fue. María se quedó con los niños, con el piso, con los discos, con la televisión y con todo. Y yo me fui, primero a un apartamento cutre y, luego, pasados unos meses, derrotado, me situé en casa de mi madre al lado de la cervecería famosa. Así fue, así fueron las cosas y aún hoy no lo acabo de entender.

Cuando me separé de María, es decir, inmediatamente después de la ruptura, me encontraba disponible a todas las horas del día y de la noche. El salir a la calle se convirtió para mí en una necesidad vital. No pasó mucho tiempo sin que me uniera a otros que se hallaban en mi misma situación, otros que como yo estaban disponibles para todo a cualquier hora diurna o nocturna. De modo que comencé a llevar una vida maldita de continuas salidas y de un no parar en casa. Noche tras noche me lanzaba a la calle, el asunto era no pensar, no pensar, aunque pensaba, constantemente pensaba. Pensaba en María, en los niños y en aquel hijo puta que me la había quitado. Pensaba constantemente en María mi mujer (mi mujer que ya no era mi mujer), y también intentaba comprender por qué las cosas habían tenido que suceder como habían sucedido. Me sorprendía haciéndome preguntas como esta:

"¿Qué estarán haciendo ahora los niños? ¿Estarán cenando, o a punto de salir de la bañera?

Porque todas las tardes María y yo disfrutábamos un rato con ellos en el baño siendo éste un momento de risas y de jaleo, de vida familiar a tope.

En general, he observado que los separados y divorciados pueden ser clasificados en dos grandes grupos: los enloquecidos y los tristes. Los enloquecidos no paran quietos en un mismo sitio un instante, mientras que los tristes se lo pasan en grande hablando continuamente de su exmujer. Nada más dejar mi casa, cuando alquilé el apartamento, pasé a integrarme en el grupo de los enloquecidos, pero luego, cuando me trasladé a casa de mi madre pertenecía ya al pelotón de los tristes. Fue entonces (después de un año de separación), cuando tuve la suerte de escuchar una conversación entre dos tipos a los que nunca antes había visto, una conversación que me impresionó sobremanera y cuyo efecto fue cambiar por completo el rumbo de mi vida.

miércoles, 23 de abril de 2008

Buenos días, tardes, noches, el autor

Mi nombre es Joaquín Corominas Rivera, 58 años, economista por profesión, escritor por afición y ciego porque no hay más remedio. He escrito varias novelas que, como se suele decir, tendré el gusto de írselas presentando.
La primera de ellas se basa en mis estancias nocturnas en una cervecería del centro de Madrid a donde acudían separadas, separados, divorciadas y algún que otro viuda o viudo. Con mi manhattan en la mano escuché tales fantasmadas por parte de hembras y varones que me decidí a recogerlas por escrito en forma de novela en tono de humor, un tanto ácido, eso sí. Su título es "Tres bragas en el camino de mi azarosa vida".
El segundo libro, cuyo título es "Mirarse en el espejo" contiene tres novelas cortas cuyos personajes reflejan el narcisismo imperante en la actualidad en las personas. Como la anterior, está escrita en tono de humor.
Y más novelas de las que ya les iré hablando.